Para afrontar la muerte de un ser querido. (Ante las diferentes creencias sobre la muerte, este cuento sólo plantea una idea muy general sobre la supervivencia del alma después de la muerte del cuerpo físico y puede adaptarse de la forma que más convenga).
Tras
haber cruzado montañas, valles, bosques y pueblos, la pequeña hada Celeste ya
no sabe en qué dirección volar. Hace tanto tiempo que busca su varita que no se
le ocurre a dónde ir.
–Sigue
aquel río –le dice Luci– y seguro que te llevará a algún lugar especial.
Y
haciendo caso de la vocecita, Celeste decide volar por encima del río y
seguirlo como si fuera un camino.
Al
cabo de un rato llega a una gran ciudad. Ahora el río es muy ancho y a cada
lado hay grandes edificios. Algunos parecen palacios. Tienen muchas ventanas y
están decorados con columnas y estatuas. También se ven muchos parques con
fuentes y arbustos recortados formando figuras.
–¡Uaaaaau!
¡Parecen palacios! ¡Qué edificios más bonitos! –exclama Celeste-.
La
pequeña hada está tan distraída mirando a derecha e izquierda que no se da
cuenta de que se está acercando a un gran puente de piedra que cruza el río.
–¡Cuidado! –le grita Luci cuando ve que está a punto de llegar.
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Ilustración de Melinda Boyce |
Pero
cuando Celeste reacciona ya es demasiado tarde. Antes de tener tiempo de
elevarse para no chocar con el puente se lo encuentra tan cerca que sólo tiene
tiempo de poner las manos por delante para no darse de narices. Aunque no puede
evitar el trompazo, al menos no se hace tanto daño, pero el golpe le hace
perder el equilibrio y cae de cabeza al río.
Por
suerte, justo en ese momento pasa una barcaza llena de gente y la pequeña hada
va a parar encima del sombrero de una señora que está muy entretenida haciendo
fotos sin parar.
–¡Uy,
me parece que un pajarito ha vaciado su barriga en mi sombrero! –dice la señora
buscando un pañuelo en el bolsillo para limpiarlo.
Pero
antes de que se ponga la mano en la cabeza, Celeste salta hasta un flotador que
cuelga en un lado de la barca y se sienta en él.
–¡Uf,
me ha ido de un pelo que la señora me cogiera con el pañuelo y me tirar al río!
Me parece que me quedaré aquí un ratito para descansar, porque entre el choque
y la caída me da vueltas la cabeza y me duele todo el cuerpo.
Cuando
la barcaza para en la orilla, Celeste ve a un grupo de gente que no para de
hacer fotos mientras sigue a una chica que lleva un paraguas rojo y lo mueve
arriba y abajo por encima de su cabeza.
–¿Qué
hace con un paraguas? –piensa–. ¡Si no está lloviendo! ¿Y por qué la sigue toda
esta gente haciendo fotos?
Y
como no conoce la ciudad decide seguirles y se sienta en la mochila de un señor
que no aparta el ojo de una cámara de video y camina casi sin mirar dónde pone
los pies.
Al
cabo de unos minutos el grupo gira una esquina y de pronto, como si se hubieran
puesto de acuerdo, todos exclaman a la vez:
–¡Ooooooooh!
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Ilustración de Anastasia Mak |
Celeste,
que desde la mochila sólo ve lo que hay detrás, gira la cabeza por encima del
hombro del señor que le ha hecho de taxi y entonces la ve: una torre altísima
hecha con piezas de hierro unidas como si fueran un juego de mecano.
–¿Qué
debe ser eso? –piensa–. A lo mejor lo utilizan para mandar señales al espacio.
Dando
un saltito sale de la mochila y empieza a volar hacia la torre. Por todas
partes ve gente fotografiándola des de distintos sitios.
–Pues
no debe ser una antena para enviar señales –piensa un poco decepcionada–, pero
seguro que es muy importante si todo el mundo le hace fotos.
Debajo
de la torre hay gente haciendo cola para subir en ascensor y hay otros, más
atrevidos, que suben por unas escaleras larguísimas. Ella se eleva más y más
alto hasta llegar a una terraza donde la gente mira hacia abajo apoyada en una
barandilla sin parar de hacer fotos y se sienta encima de una especie de
telescopio de color azul.
–¡Oh,
qué jardines tan bonitos! –exclama fijándose en el parque que hay debajo.
Y
allí sentada se entretiene mirando a la gente que pasea por él. Ve una pareja
joven que camina de la mano dándose besitos, un hombre que lee el periódico
sentado en un banco, una señora que pasea un perrito blanco con un jersey rojo,
dos chicos que comen una crep mientras escuchan música de sus smartphones.
Entonces
ve una familia que le llama la atención: el padre camina delante, de la mano de
su hijo, un niño de siete u ocho años. Caminan sin hablar, mirando al suelo, y
parecen muy tristes, como si estuvieran a punto de ponerse a llorar. Detrás los
sigue la madre, que está sonriendo y parece muy feliz. De pronto el niño saca una pelota de una bolsa y se va hacia el
césped haciéndola botar.
Celeste
lo mira durante un rato.
–Qué
raro –dice–. El padre y la madre no han hablado ni una sola vez y ni siquiera
se han mirado... Deben estar enfadados. Y, en lugar de jugar con la pelota, el
niño se ha sentado en el césped y está arrancando trozos sin parar... Voy a ver
qué le pasa.
Y
saltando del telescopio baja volando hacia el niño y se le acerca poco a poco
para no asustarlo.
–¡Hola! –le dice con una sonrisa–. ¿Qué te ha hecho el césped? ¿Por qué lo estás
arrancando? Creo que los jardineros ya se encargan de cortarlo cuando toca...
El
niño ni siquiera la mira y sigue arrancando la hierba.
–¿Has
visto mi varita? –le pregunta Celeste para intentar que el niño hable con ella.
Entonces
el niño deja el césped y levanta la cabeza.
–¿Eres
un hada? –dice él mirándole las alas.
–Pues
no estoy muy segura –responde Celeste– porque no tengo varita y si no la
encuentro no podré ir a la escuela de hadas, pero todo el mundo me dice que sí
que lo soy.
–¿Quieres
jugar conmigo a pelota? –le pregunta él.
–Uy,
esta pelota es muy grande para mí –le responde ella–. ¿Por qué no juegas con tu
padre?
–Mi
padre ya no tiene ganas de jugar conmigo. A veces cuando estamos en casa juega
un rato, pero enseguida me dice que está cansado o de pronto se pone a llorar y
se encierra en su habitación –le explica el niño.
–Ah,
¿por eso estás tan enfadado y arrancas el césped?
El
niño agacha la cabeza pero no dice nada. De pronto Celeste ve que está
llorando.
–¿Por
qué lloras? ¿He dicho algo que te ha puesto triste? –le pregunta preocupada.
El
niño hace que no con la cabeza y se seca las lágrimas antes de mirar a Celeste.
–Echo
de menos a mi madre, –dice sollozando.
–¿A
tu madre? –pregunta Celeste mirando hacia el banco donde están sus padres.
–Sí,
se murió hace casi un año. Se puso muy enferma y no se pudo curar.
–Ah,
ahora lo entiendo –piensa la Celeste–. ¡Ni su padre ni él pueden verla!
–Mira –le explica al niño– ahora te diré una cosa que seguramente te parecerá muy
rara. Tu madre está ahí, sentada en el banco al lado de tu padre. Ha estado
todo el rato paseando con vosotros y desde que se ha sentado te está mirando.
El
niño mira hacia el banco pero sólo ve a su padre.
–¿Pero
qué dices? Yo no la veo. Y además, ¿cómo quieres que esté ahí sentada si está
muerta? ¡Ya no está y no volverá nuca más! –le dice rompiendo a llorar otra
vez.
Entonces
Luci le dice a Celeste:
–Cuéntale lo del agua y las nubes.
La
pequeña hada hace caso de la vocecita y empieza a explicarle al niño:
–¿Verdad
que puedes verme a mí, que soy un hada? Pues hay mucha gente que no me ve,
porque cree que las hadas no existimos. La mayoría de veces sólo me veis los
niños y los animales, pero que no me vean otras personas no significa que no
exista, ¿no?
“Cuando las personas mueren tampoco dejan de existir. Sólo dejan su cuerpo, a veces porque está viejo y gastado, porque está enfermo o porque se ha estropeado en un accidente y ya no pueden seguir utilizándolo, pero en realidad siguen viviendo con otra forma, como si fueran transparentes.
“Seguro
que en la escuela has aprendido que cuando el agua de los ríos se calienta con
el sol sube hasta el cielo y acaba formando nubes... Mientras sube tú no puedes
verla porque se ha convertido en vapor, pero en el fondo sigue siendo agua,
¿no?
–Sí –la interrumpe el niño– ¡como un día que dejé un vaso con agua en la terraza y
cuando fui a buscarlo al cabo de unos días estaba vacío!
–¡Exacto! –exclama Celeste–. Pues el cuerpo de las personas es como si fuera el vaso, y
su forma de ser, sus pensamientos, y todo lo que hace que sean quienes son,
serían el agua. Aunque cuando mueren todo esto ya no esté dentro de su cuerpo y
ya no se vea, sigue existiendo, como el vapor.
El
niño, que ha dejado de llorar, hace que sí con la cabeza pero la escucha con
cara de no estar del todo convencido.
–Ya
sé que parece muy extraño –dice Celeste–. ¿Sabes qué? Haremos una cosa para que
veas que no te engaño. Cierra los ojos y recuerda cómo era tu madre. Piensa en
cómo te sentías cuando te abrazaba, cuando jugaba contigo, cuando te explicaba
cuentos... ¿Notas cuánto te quería?
Al
niño le cae una lágrima por la mejilla pero parece contento y empieza a
sonreír.
–¡Lo
estás haciendo muy bien! –le dice la pequeña hada animándole–. Ahora nota ese
amor que sentías por tu madre y nota también el amor que sentía ella por ti.
¿Lo sientes?
El
niño hace que sí con la cabeza con los ojos cerrados.
–¿A
dónde dirías que se ha ido ese amor? ¿Crees que desapareció el día que murió tu
madre?
El
niño hace que no con la cabeza y dice: –No, lo noto como si ella todavía
estuviese aquí.
–¿Verdad
que echas de menos a tu madre porque la querías y sabías que ella te quería a
ti? Pues eso no ha cambiado nada; tú todavía la quieres y ella sigue
queriéndote.
Pero
cuando el niño abre los ojos se le borra la sonrisa de la cara y vuelve a
ponerse triste. –¡Sí, pero yo quiero verla, y abrazarla, y quiero que juegue
conmigo!... La echo de menos igualmente y me pongo muy triste porque no está.
–Sí,
ya lo sé, pero estar triste no es malo. Si no estuviéramos nunca tristes no
notaríamos la diferencia cuando estuviéramos contentos, porque todo sería
igual. Además, seguramente no estás triste todo el tiempo ¿no? Debe haber
muchos momentos en que te lo pasas bien y ni siquiera piensas en ella...
Siempre la echarás de menos, pero poco a poco aprenderás a vivir sin ella y te
acostumbrarás a que esté a tu lado de otra forma. A veces te pondrás triste
pero otras estarás contento porque tuviste mucha suerte de vivir un tiempo con
ella y porque recordarás todo lo que hicisteis juntos.
“Y mira, otra cosa...
Seguro que alguna vez te han dicho que te pareces a tu madre, quizás en el
físico o si no en tu forma de ser o en algunas de las cosas que haces.
—Sí, la gente que la
conocía siempre me dice que tengo su sonrisa. Y cuando me enfado siempre se me
pasa enseguida, igual que a ella. Le gustaban mucho los animales y siempre
mirábamos programas de naturaleza juntos, porque a mí también me gustan mucho. Y
además dibujo muy bien y mamá se pasaba los domingos por la tarde pintando
cuadros. ¡Ah! Y me enseñó a hacer pastel de zanahoria y ahora me sale tan bueno
como cuando lo hacía ella.
—¡Caramba, cuántas cosas!
Pues mira, todas estas cosas eran parte de tu madre y siguen vivas en ti. Cada
vez que las haces es como si ella las hiciera también. Ya sé que no es lo mismo
que cuando las hacías juntos, pero si la recuerdas cada vez que las hagas
siempre la sentirás cerca y quizás incluso eso te hará sonreír... Y mira, hasta
cuando sonrías estarás reviviendo una parte de ella.
El niño parece haber
entendido lo que Celeste le ha contado y sus labios empiezan a dibujar la misma
sonrisa que Celeste había visto en su madre mientras caminaba detrás de él.
—Y
ahora, ¿por qué no vas al banco y se lo cuentas todo a tu padre? A los adultos
a veces les cuesta más entender algunas cosas, pero seguro que si le enseñas a
hacer lo que has hecho tú también se dará cuenta de que ella también está a su
lado y todavía le quiere.
–Mi
padre está tan triste que a veces creo que se olvida de que existo. Antes
hacíamos muchas cosas juntos, pero desde que mamá no está ya no quiere hacer
nada y no tiene ganas ni de hablar. No habla nunca de ella y yo no me atrevo a
hacerlo porque no quiero que se ponga peor, pero yo también estoy triste y
ahora sólo le tengo a él.
–Sí,
ya te entiendo –le dice Celeste–. A veces los adultos que pierden a su pareja
se sienten tan tristes que se quedan sin fuerzas para nada. Seguramente tú le
recuerdas mucho a tu madre y se pone triste cuando te ve, pero eso no quiere
decir que no te quiera. Tú también eres lo único que tiene, pero quizás no sabe
cómo decirte lo que le pasa. Además, a menudo los mayores creen que los niños y
niñas no se dan cuenta de las cosas o que para ellos son distintas... ¡Seguro
que si tú le hablas de cómo te sientes, a é le costará menos, ya verás!
El
niño se levanta y corre hacia el banco. Mientras habla con su padre, su madre
le da un abrazo a Celeste y le da las gracias. Al cabo de unos minutos, el
padre y el niño también se abrazan y se levantan del banco para ir hacia el
césped chutando la pelota.
–Me
parece que ahora estarán bien –piensa Celeste–. Esta es una de las cosas más
difíciles que les toca vivir a los humanos, pero seguro que los dos sacarán
algo bueno de lo que les ha pasado, por mucho que ahora les pueda parecer
imposible. ¡De momento se están divirtiendo con la pelota!
Y
viendo que ya no la necesitan, Celeste se despide del niño con la mano y se
eleva moviendo sus pequeñas alas.
–Hoy
ya no me queda tiempo para buscar mi varita –piensa–. Creo que buscaré algún
sitio para pasar la noche y mañana cuando me levante la seguiré buscando.
¿Y
tú, quieres seguirla acompañando?
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